De pequeño, en el pueblo
Filín era aquel chico con el que me pegaba en el pueblo a pedradas. Yo no recuerdo por qué nos llevábamos tan mal pero si lo hago metiéndome a toda velocidad dentro de la puerta de mi abuela para cubrirme de las piedras que aquella fiera me lanzaba. Yo salía a ráfagas para darle mis respuestas mientras recargaba la munición entre sus manos. Cuando volvieron mis padres y mi hermano a por mí ya era un experto en lanzar cantos a distancia.El pueblo ahora parece haber cambiado. O quizás lo haya hecho yo, ya que por aquel entonces contaba sólo con cinco añitos. En el húmedo norte cogía muchos catarros y por prescripción médica me llevaron junto a mis abuelos a saborear la experiencia de un mundo castellano durante todo un año académico.
Aquel día me levanté por la mañana y mis padres y mis hermanos ya se habían ido dejándome un cochecito entre mis manos para calmar mis llantos.
Quiero recordar ahora todo aquello, mientras pedaleo lentamente por estas calles desoladas, sin apenas gente, quietas y silenciosas. Como cuadro de aquellos recuerdos intento recuperar ciertas sensaciones y me viene junto a ellas la de angustia, esa angustia que la propia reflexión proporciona, la de esa inquietud por el veloz paso del tiempo.






